domingo, 16 de octubre de 2011


Con Jorge nos conocemos de la época de La Serenisima. Después yo me fui para el centro y al tiempo él se puso el vivero. De La Serenisima se armó un grupo de fútbol que nos juntábamos los sábados a la mañana. De ese grupo nos fuimos cinco al Sur un verano y ahí lo conocimos a Mario. De esto ya pasaron unos años, y los que quedamos más amigos somos nosotros tres. Jorge y Mario, que se fueron a vivir juntos, y yo.

Un sábado me fui para allá a visitar a mi vieja y aproveché para pasar el domingo en el campo con ellos.
Serían las seis. Uno de los tres tiró lo de la cerveza en el parque para ver la caída del sol. Sabía que a las ocho salía el último colectivo para el centro, pero la tarde estaba ideal para tomarse una cerveza afuera. Mario se quedó. Fuimos Jorge y yo en la citroneta hasta el almacén con cinco envases vacíos. A la vuelta el cielo ya se ponía naranja. El camino era angosto y de tierra. Y a los costados enormes campos verdes con árboles y caballos quietos, pastando.

Bajé para abrir la tranquera y Jorge estacionó cerca de la casa para escuchar música desde el stereo del auto. Mario había preparado la mesa en el parque con pan y berenjenas al escabeche que le habían quedado del cumpleaños de Jorge. Nos quedamos mirando la bajada del sol.

Miré el reloj y eran las ocho menos veinte. Le dije a Jorge si me llevaba a tomar el colectivo de las ocho, pero no daba. Insistieron en que pasara la noche en el campo y Jorge dijo que a la mañana me alcanzaba a la estación de camino al trabajo.
Nos quedamos charlando y tomando fresco afuera mientras oscurecía.
Cerca de las nueve entramos y cenamos. Mario cocinó y yo lavé los platos. Después separamos en dos el somier. Acomodamos el colchón justo al lado de la parte inferior, lo que hizo que quedáramos todos a la misma altura pero en camas distintas. Yo en una, Mario y Jorge en la otra.
Tipo doce Jorge empezó a roncar. Al principio la oscuridad era total, pero de apoco se me fue acostumbrando la vista hasta poder diferenciar bultos más oscuros que otros. La cama de al lado con mis amigos, las cortinas del ventanal, el aparador.
Me costaba dormir. En un momento fui al baño. Ahí me quedé ojeando una revista sobre decoración de interiores y pensando en Mario pidiéndosela al canillita. Volví a la cama. Jorge seguía roncando. Me acuesto y una mano caliente me acaricia la pierna. Quiero sacarlo pero estoy inmovilizado. Jorge ronca. Me muero de vergüenza y trato de sacarlo de nuevo pero no puedo, y él me sigue tocando la pierna hasta llegar a los huevos. A mi se me pone dura y Mario mete la cabeza por abajo de la frazada y me la empieza a chupar y a chupar. Hasta que acabo.

Después volvió a su cama y se durmió.
Dormí poco y mal. A la mañana desayunamos los tres juntos como si nada. Nada. Ninguna mirada cómplice ni culposa de Mario, ninguna cara de sospecha de Jorge.
Mientras Jorge me llevaba a la estación hablamos poco y le dije que tenía sueño porque no había podido dormir bien. Cuando llegamos nos despedimos y quedamos en hablar por teléfono para juntarnos la semana siguiente. Llegué a mi casa cerca de las diez de la mañana. Mientras me duchaba lloré. Llamé al trabajo y dije que no me sentía bien.
Durante las semanas que siguieron no les atendí los llamadas ni respondí sus mensajes.  Decidí que lo mejor era tratar de no pensar en lo que había pasado y dejar de verlos. No hubiese podido mirar a la cara a Mario, y mucho menos a Jorge.
Pasamos unos meses sin hablar hasta que una tarde suena el teléfono de la oficina y es él, Mario. Sin dejarme decir nada me cuenta que acababa de hablar con un camionero desde el celular de Jorge y que el tipo le había contado una historia terrible. Según el camionero Jorge había tratado de esquivar a un perro en la ruta que va a Carlos Ken y se tragó todo el costado del camión. Dijo que vio por el espejo retrovisor cómo la citroneta se prendía fuego en movimiento hasta que descarriló y se la dio contra un poste, Jorge salió despedido por el parabrisas pero se le enganchó un pie en el volante del auto que se empezaba a prender fuego mientras el camionero frenaba para ayudar; ahí el tipo cuenta que lo tironeó de las manos lo más que pudo para zafarlo. El tema es que llegó al hospital de Luján con un golpe en la cabeza y medio cuerpo quemado. Y después le cortó. Y no lo volvió a atender. Y me llamó a mí. Le dije que fuera para el hospital y que nos encontrábamos ahí. Cuando llegué estaba sentado en el cordón de la vereda de la guardia  y me dijo que lo habían trasladado al hospital del quemado, no había nadie que pudiera decirnos nada más, el camionero ya se había ido. Así que arrancamos para la capital. Al principio callados. Después Mario lloró un rato y yo no le podía decir nada. Mario pedía perdón y perdón y rezaba. Quería imaginarme llegando al hospital del quemado y encontrando a Jorge con una pierna vendada y nada más, pidiéndonos que lo llevemos para la casa. Pero las cosas fueron un poco distintas. Jorge estaba todo quemado, quemado y quebrado. Tenía la cara entera en carne viva y había perdido las dos orejas y el labio inferior, parte de la pera también. Las dos piernas rotas y un golpe bastante fuerte en el cráneo. Pero estaba vivo, y los médicos decían que era cuestión de tiempo. La agonía duro un mes y medio. Y durante ese tiempo Mario estuvo viviendo en mi departamento del centro para estar cerca de Jorge. En mi departamento tengo un colchón de dos plazas que no es somier. Así que dormimos juntos. Y todas las noches Mario volvió a hacer lo mismo que había hecho aquella noche en el campo y yo volví a dejarlo sin hacer ruido. Después llorábamos hasta que no quedábamos dormidos. La mañana en que Jorge murió  yo estaba pidiéndole al cielo que se muriera o que nos muriéramos todos porque las cosas no podían seguir así ni un día más. Entonces fue un alivio. Le dejé el departamento a Mario y me vine a la pensión. De esto ya pasaron dos años.

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